sábado, 24 de enero de 2015

Paso de cebra.


Eran las seis y te sonreías entre líneas.
A las cinco habías montado en un autobús a rebosar de gente que, más que gente, eran pantallas que andaban. Tus manos, larguiruchas y sudorosas, habían encontrado entre todas esas cabezas, todas esas muñecas y todas las cansadas miradas un hueco para agarrarte a la barra. Una vez lo hiciste, el autobús arrancó y te sacudiste con fuerza.
A duras penas, conseguiste desenredar los cables, codazo, encender el reproductor y encontrar una canción que fuera lo suficientemente apropiada para hacer del sol y la silicona de las ventanas de aquel viejo insecto con ruedas un musical. Entonces alzaste la cabeza y comprobaste que tus labios seguían sabiendo a pintalabios.

Eran las seis y cinco, y te reías de reojo.
A las nueve, abrirás la puerta principal de tu piso en el centro que parece de las afueras. Algo dentro de la vivienda escuchará cómo el ritmo de la llave dentro de la cerradura tiene mucho que contar, un par de movimientos líquidos, que se deshacen contra la madera y el metal. Te quitarás el abrigo, lo abandonarás en una silla.
Después te dejarás caer en el sofá y empezarás a cantar algo bonito, y desafinarás, y dará igual porque tú sola. Cogerás un lápiz de color rojo y un cuaderno con tapas de cartón y te permitirás el lujo de divagar por una frase, haciendo de la métrica una ilusión innecesaria.

Son las seis y diez, cruzas la calle.