lunes, 12 de octubre de 2015

Octubre.

Curioso cómo octubre, sin saber de sentimientos, nos delata pidiendo en silencio abrazos bajo el edredón, curiosos persiguiendo la última mariposa, perseguidos por el olor pesado y denso de las castañas asadas. 
El perfecto dibujante de esquinas antes inexistentes, donde ahora se acumulan las hojas, afinadas por la brisa fría antes de rozar el suelo. Dice ser aquel que vino del bosque y aún late con más fuerza en él, que sigue y seguirá destiñendo sus ocres en las hayas y cabalga en los corzos que se escabullen entre los cedros, y es el reflejo tembloroso de las nubes en el río limpio, colchón de las horas lentas que flotan sobre sus aguas. Que colgará su abrigo por la noche y por la mañana no lo encontrará en la niebla, que guarda en su garganta el sabor a manzana asada y las palabras susurrantes de los viejos contando historias, y en la retina las cosas de casa, la leche mezclándose en el té. Octubre es la tarde. 
Octubre es aquel que no dejará de llover ni dejará de encontrarse caminos. Se volverá a escapar, como siempre, sin dejar nunca de estar en casa. 



domingo, 13 de septiembre de 2015

Salamanca, o la arquitectura de la luz. Prefacio.

Lo primero que he conocido de esta ciudad es su cálido olor a leche merengada, casi desentonando con la solemnidad del ambiente.

Camino ahora sobre los adoquines de piedra ocre y noto como el suelo se funde con mis sandalias. La luz se dispersa en gargantillas de oro entre estas rúas milenarias, estos muros que me invitan a sus danzas entre esquinas. Casi flotando. Me embriagan mis propios pasos, y yo hago todo lo posible por envolverme en esta obra perfecta, en estos relieves que se presentan más sabios que cualquiera que se digne a mirarlos a los ojos.


Mi cabeza se afinaba igual que los clavicémbalos que no paraban de sonar en ella, y no tardó en  quedar dispersa entre los juegos polifónicos de la arquitectura de la luz.






miércoles, 2 de septiembre de 2015

Impresión en sol moribundo.

Mordemos el anzuelo, y como peces cegados por los cuchillos de luz de las farolas, caemos hacia atrás y golpeamos nuestras cabezas. Estúpidos, desangrándonos en la arena que les sobra a nuestras playas, llorando sobre la piel cruda que tiende a prensarse, a fusionar los bultos jadeantes que se lamen y se tuercen sobre el suelo frío, que resbalan entre ellos gimiendo cobardes, lamiéndose más fuerte, casi sin poder contener ya la sed de volarse por los aires, de tirarse sobre el barro y resbalar, y oír la guerra del golpear del corazón como una bomba nuclear que parte todas las paredes de nuestras venas, nos centrifuga hacia nuestro centro conjunto de gravedad, que nos corre la tinta y las cortinas para quemarnos de noche y vivir de golpes. 


sábado, 25 de julio de 2015

See.



Cuando te metes en el agua, el mundo se cambia de ropa. El agua. Película temblorosa, y tan débil, y tan fuerte. 

Estaba flotando en el lago, estoy segura de haberla visto allí. Me acuerdo de cómo jugaba a hacer espuma con los pies, de su brillo cristalino desde el momento en el que pasaba a pertenecer a las ondas suaves creadas en la tensión acuática. Respiraba cada poco rato, mirando las cumbres, con su cara empapada, sus pestañas lloviendo, tormenta de verano, casi como si hubiese llorado de alegría. Intentaba huir de las carcajadas de la orilla, aun sabiendo que pertenecía a ellas, pertenecía a aquel sentimiento de dulzura inabarcable, como el paisaje. Te habría gustado verla allí, de azul en verde, te habría gustado verla después cogiendo aire entre risas e historias estúpidas. Cogiendo aire como habría hecho al nadar. 


El sol rozaba las manos desnudas al atardecer, casi tembloroso. Creo que pensó en el agua. Pensó que vivía. 

lunes, 29 de junio de 2015

Las olas negras.


A él siempre le había gustado el mar negro y de verdad infinito que la noche atesoraba. De hecho, se pasaba la vida buscando el punto en que el horizonte se disolviera: mar y cielo siendo uno, como en fluido y efímero pacto carnal, como un desobedecer.
Creía de verdad que eso solo sucedía de noche, y por eso se escondía entre las rocas a altas horas de la madrugada, y pasaba solitarias horas uniendo estrellas y espumas, con el reflejo de la luna siempre en sus retinas, como si el astro quisiera volver a los cielos y esos ojos verdes lo secuestraran.


Una noche bajó a las rocas en silencio y se quitó la ropa. Cogió un puñado de arena blanca y lo extendió sobre la piedra, casi negra. Después, cuisadoso, trató de colocar todas las estrellas y todas las espumas como si fueran granitos de arena, porque le parecía que, si lo hacía así, por lo menos podría dominar un poco aquella inmensidad de la que quería empaparse. Uno a uno, iba colocando los granos, brillantes en la nada, mirando al cielo. Las olas rompían. Cuando hubo llenado la roca de arena, se quedó mirando su creación unos segundos, no muchos. Creyó ver en ella un par de latidos de corazón de más, un escalofrío enrollado en su hombro izquierdo. Todo eran puntos. Todo era nada.

Una brisa de viento y sal acabó con su creación dos minutos después. Él ya estaba en el agua.




lunes, 11 de mayo de 2015

Jardín Botánico


Como difuminada, ella se amaba en las sombras cálidas. A veces se regalaba abriendo su herbario imaginario —deseado y envidiado—, pero solo a veces. La mayoría de tiempo se limitaba a respirar y abrir los ojos como si los cerrara, se dedicaba a sentir y a sentirse sentida. No tardaba más de dos segundos de puntillas mentales para soltarse de su conciencia. Levitar. 
Conozco bien las instantáneas que quedaron grabadas en sus pulmones, que la acompañaban marcando el ritmo, despacio, toda esa tarde despacio. Por eso sé que se acordará de la entrecortada delicadez de las ramas finísimas de los sauces, de la voluptuosidad de cuatro nenúfares blancos, demasiado abiertos, de la sucesión de hojas renacentistas y troncos barrocos. Como si se tratara de amantes prohibitivas, no recordará el nombre de ninguna de las flores que se colgaban de sus iris y la prendían desde ellos en el abrazo de sus colores, brillantes como pintalabios. Mañana, lejos, pensará en aromas sofisticados trenzándose con su aliento. Encantada aún, desnuda ante la suavidad, sigilosa en las curvas. Transportada por las yedras hasta su último palacio de cristales hechos de aire perfumado, y solo mucho después, cuando ya duerma, abandonada en la salida yerma de los lazos del asfalto. 



viernes, 24 de abril de 2015

Del veintitrés de abril en Barcelona.


Salir de la boca del cercanías. Sol. Gente riendo, riéndose, árboles-cúpula cubriendo Plaça Catalunya. Inspirar y recoger todas las rosas del mundo: desplegables rojos en las esquinas. Espinas: cortes dulces en las manos. Ese calor omnipresente, la luz invisible. Los reflejos y las auras que difuminan las bocacalles. Empujones en las Ramblas mientras te dejas morder por los puestos aleatorios, y los libros escapando, torcidos, de los montones. Empujones de no se sabe quién, corrientes de palabras en océanos inmensos, olas que son gente, y aroma costero a ginesta, o a páginas subrayadas de bibliotecas en venta.
Alguien recitando en catalán con esa voz tibia y tierna, las abuelas enrolladas de Barcelona planeando viajes a Indonesia. El argentino, como glaseado.
Salir de la Ramblas, rebelde, librerías de verdad llenas de gente. Empujones entre pasillos creando rizos: empujones y sonrisas de "no-passa-res" que duran lo suficiente para advertirlos y corresponderlos, después se volatilizan en la poesía, la prosa, la prensa, la poesía, ¡Las estanterías llenas! Gerardo Diego y Lorca sugerentes y voladores, once libros y elegir, las colas largas. Dependientas estresadas pero sonrientes porque da igual, porque hoy no es día.
Fuera, bañarme en tarde.
El chocolate blanco.
Los abrazos, las parejitas felices.
Las sonrisas hechas de literatura.
Un gorrión.
La estación de cercanías desde fuera. 23.


lunes, 23 de febrero de 2015

Pas de deux I. Primer movimiento blanco.


Bengala, como una bocanada de aliento en medio de la nada aire, ella arriba, elevada, y tus manos como dos lunas en órbita de su cintura de mármol, que susurra mandatos sobre sus suspiradas piernas de vidrio, cielo, tocar techos y después atravesarlos, las luces, atravesar las luces y las estrellas, que os miran (perdidas en un inmenso negro que rompéis, perdidas porque ya no tienen sentido). Garza elegante, separada de sus puntillas en este sueño, volando alto, sonrisa universal discreta, la existencia fatua de un parpadeo, la escalera divina de su espalda arqueada, como cantando a las nubes que observan detrás, calladas, en constante admiración, fascinante.

Sonarán las doce de un segundo y entonces, Cenicienta en extraño atavío, tocarás suelo de nuevo; pero hasta entonces serás, para siempre, reina y señora del cielo.



(Otro día describiré al bailarín)




sábado, 24 de enero de 2015

Paso de cebra.


Eran las seis y te sonreías entre líneas.
A las cinco habías montado en un autobús a rebosar de gente que, más que gente, eran pantallas que andaban. Tus manos, larguiruchas y sudorosas, habían encontrado entre todas esas cabezas, todas esas muñecas y todas las cansadas miradas un hueco para agarrarte a la barra. Una vez lo hiciste, el autobús arrancó y te sacudiste con fuerza.
A duras penas, conseguiste desenredar los cables, codazo, encender el reproductor y encontrar una canción que fuera lo suficientemente apropiada para hacer del sol y la silicona de las ventanas de aquel viejo insecto con ruedas un musical. Entonces alzaste la cabeza y comprobaste que tus labios seguían sabiendo a pintalabios.

Eran las seis y cinco, y te reías de reojo.
A las nueve, abrirás la puerta principal de tu piso en el centro que parece de las afueras. Algo dentro de la vivienda escuchará cómo el ritmo de la llave dentro de la cerradura tiene mucho que contar, un par de movimientos líquidos, que se deshacen contra la madera y el metal. Te quitarás el abrigo, lo abandonarás en una silla.
Después te dejarás caer en el sofá y empezarás a cantar algo bonito, y desafinarás, y dará igual porque tú sola. Cogerás un lápiz de color rojo y un cuaderno con tapas de cartón y te permitirás el lujo de divagar por una frase, haciendo de la métrica una ilusión innecesaria.

Son las seis y diez, cruzas la calle.