lunes, 29 de septiembre de 2014

Fósforo.


El gesto rápido de muñeca enciende el fósforo. Esa llama débil, que encuentra la cera y crece repentinamente, envolviendo el ambiente con un abrazo que huele a esas bengalas de verano que tardan en desvancecerse tanto como la inocencia del momento.
Luego, camino hacia la cama, y me desplomo escuchando el gemido de los huesos, el bostezo estremecido y la trémola lágrima de cansancio que no llega a emerger de esas profundidades de donde vienen las lágrimas. Pero, sobre todo eso, el pitido, incesable, inaguantable, de la duda bordeando mi duermevela.
La duda que siempre vive en el rincón podrido por las humedades de la cabeza. La duda que de vez en cuando despierta y sale de caza por el pensamiento, debilitado por el cansancio físico. La duda, como un águila, la duda, volando.
Y de repente, clic. Todo olvidado. Yo tumbada, y un libro con olor a viejas historias que contar se me cae sobre los párpados (o quizás sean los párpados los que caen, y levantan otra vez, impulsados por las frases yendo y viniendo, girando, bailando, moviéndose a mi gusto).

Y después el papel disolviendo las lágrimas olvidadas en tardes extrañas de principios de otoño.



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