viernes, 3 de octubre de 2014

Ceniciento.


Creo en los días de incienso. Creo en sus altos techos nublados, teñidos de blanco partido. Creo en los saxofones que se acucurran en las esquinas de sus calles sugerentes. Me gustan los cambios de humor, la capacidad de adaptación que presenta la lluvia respecto a la música, a la vez que al ininterrumpido silencio manchado de repiqueteos empedrados. Me gusta el hecho de escribir sobre la lluvia, y me sorprende que todas las almas un poco perdidas acabemos tomándola por nuestro amor platónico, por el sueño inalcanzable, por el rayo de luna que perseguía el romántico lunático perdido por Sevilla. Camino lentamente, trantando de observar, de forma sutil, la cúpula gris reflejándose en los viandantes. Las capuchas visibles, y las invisibles, el chapoteo de los botines negros con tacones altos, fuera de lugar, pero tan cercanos. Los botones de los chubasqueros, separándose a la entrada de las librerías y los cafés. El agua de los charcos, que reflejan un reloj perdido entre la tarde, filtrándose por mis viejas zapatillas de tela, empapando los calcetines. 
Me gusta el desprecio que les tiene la gente. Los besos en el cuello que me da cada gota de agua, inalcanzable para ellos. Esa sensación de exhuberante singularidad y precisa, preciosa locura individual. Cualquier momento en el cual se desatan las alas de las sandalias, y flotas, etérea, entre el onírico placer supremo. Días grises, y de gozos.




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