martes, 23 de febrero de 2016

Hortensia I

La tarde es grave y este invernadero me habla en voz baja de la lluvia. La lluvia fría es esa que retumba contra sus párpados de vidrio. Lluvia.

Las hojas amplias y suaves se abren como los secretos desenmascarados en los labios, como páginas desnudas. Se buscan en las puntas oscuras mientras, avergonzadas, se rozan por la espalda y se curvan, buscando otro punto de apoyo. Se aman esquivas, lloran y se distraen, se rizan cansadas. Se ensalzan, se enlazan al ritmo lento de las caricias largas deslizándose sobre su superficie, al de los besos que dejan caer.

Caen, y duermen mientras laten despacio, impulsadas a ciegas por caminos escondidos y frescos: escaleras al perfume de las gotas de agua sacando luz a las nubes. Sustento de las metáforas que acaricia, las roza, las muerde levemente. Sueñan como las cuerdas de los violines cuando nadie las toca y son etéreas en sueños, y cuando la noche presume sobre ellas porque las quiere afinadas sonríen dormidas, en el umbral verde y tenue de su alcoba, donde huele a poesía, donde se paran las estrellas rotas.

Donde más les duelen las rosas de madrugada. Rosas extrañas reflejadas en sus flores. Flores hechas de pétalos en papel de acuarela, sacándole colores desnudos al blanco sin esfuerzo, sin molestarse en brillar, abrazadas, con esos corazones pálidos, solo un broche discreto. Ser por lo demás agua sobre el rostro. Los corazones y las flores que se crean entre ellas. Las coronas redondas como lunas de madrugada, manchadas por estelas en su cielo azul y rosa.


Las hortensias no deberían encerrarse en los cristales, no, no deforman el cielo. Puede ser que encontrarla sea un grito ahogado para huir, para no dejarse coser a la tierra húmeda, al aire pesado, para sacarla contigo.




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