domingo, 16 de noviembre de 2014

Quedar prendado

Veía su sombra mientras se cambiaba detrás de las sábanas raídas colgadas con pinzas, que jugaban a ser paredes en aquel extraño sitio donde se respiraba el vacío. Y luego ella que salía, y acababa de desnudar la estancia con sus prendas.
Dejaba que éstas presumieran por ella: podía notar los pliegues de la tela verde mirándome por encima del hombro, y la gargantilla, casi invisible, aprisionando mis palabras. También estaban sus guantes, guantes de cuero, elegantes y negros. En la mano derecha, estos sujetaban el libro de poemas malditos (como ella) que pasaba las noches susurrando; en la izquierda, nada más que guante acariciando el aire cargado de polvo.

Yo la veía, la miraba, la observaba, me perdía. Estaba hechizado. Mi sangre jugaba como una niña, corriendo por todos los rincones y recuerdos de mi cuerpo, y llegaba a mis ojos, que miraban a los de ella, y luego llegaba a mi cerebro, que se preguntaba a qué sabría el pintalabios que mordía en secreta fantasía y se llenaba de ideas saltando de su boca, resbalando por su pecho y siendo recogido por aquellas caderas, de la anchura necesaria para dejarme descansar la noche en ellas. 

Siempre me había fijado en los pies de mis amantes. Algunas calzaban tacones y otras sandalias, plataformas y botas de todos los tipos. Cada zapato que había desatado representaba para mí la pierna —y, por metonimia, el resto del cuerpo— de una mujer de la cual me llevaba una parte, una noche, una idea, tiempo y espacio, un suelo sobre el cual caminar con ese tacón o esas botas. 


Blanca iba descalza. 






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