lunes, 29 de junio de 2015

Las olas negras.


A él siempre le había gustado el mar negro y de verdad infinito que la noche atesoraba. De hecho, se pasaba la vida buscando el punto en que el horizonte se disolviera: mar y cielo siendo uno, como en fluido y efímero pacto carnal, como un desobedecer.
Creía de verdad que eso solo sucedía de noche, y por eso se escondía entre las rocas a altas horas de la madrugada, y pasaba solitarias horas uniendo estrellas y espumas, con el reflejo de la luna siempre en sus retinas, como si el astro quisiera volver a los cielos y esos ojos verdes lo secuestraran.


Una noche bajó a las rocas en silencio y se quitó la ropa. Cogió un puñado de arena blanca y lo extendió sobre la piedra, casi negra. Después, cuisadoso, trató de colocar todas las estrellas y todas las espumas como si fueran granitos de arena, porque le parecía que, si lo hacía así, por lo menos podría dominar un poco aquella inmensidad de la que quería empaparse. Uno a uno, iba colocando los granos, brillantes en la nada, mirando al cielo. Las olas rompían. Cuando hubo llenado la roca de arena, se quedó mirando su creación unos segundos, no muchos. Creyó ver en ella un par de latidos de corazón de más, un escalofrío enrollado en su hombro izquierdo. Todo eran puntos. Todo era nada.

Una brisa de viento y sal acabó con su creación dos minutos después. Él ya estaba en el agua.




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