Lo primero que he conocido de esta ciudad es su cálido olor a leche merengada, casi desentonando con la solemnidad del ambiente.
Camino ahora sobre los adoquines de piedra ocre y noto como el suelo se funde con mis sandalias. La luz se dispersa en gargantillas de oro entre estas rúas milenarias, estos muros que me invitan a sus danzas entre esquinas. Casi flotando. Me embriagan mis propios pasos, y yo hago todo lo posible por envolverme en esta obra perfecta, en estos relieves que se presentan más sabios que cualquiera que se digne a mirarlos a los ojos.
Mi cabeza se afinaba igual que los clavicémbalos que no paraban de sonar en ella, y no tardó en quedar dispersa entre los juegos polifónicos de la arquitectura de la luz.
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